domingo, 27 de junio de 2010

Reencuentro

Habiendo devorado millas de asfalto en un caballo de acero, camino a ninguna parte, un instinto fundamental me llevó a un campo de pelota...Su simetría, su olor , sus bien delineados contornos me hacían sentir como cuando vuelves a estar a solas con una hermosa chica con quien hacer el amor se vuelve todo un placer...Mal vestido, con una camisa de uno, la gorra de otro y los zapatos de pie grande me puse a jugar. Ser noveno bat no me molestó en absoluto y en mi pirmer turno sentpí esa emoción preliminar del coito. En el segundo turno lo que nadie se espreba: un posible triple que no fue tal porque al volverme corredor la fuerza en las piernas me falló. Oncreíble sensación del contacto bat-pelota-viento...Increíble la mirada del pitcher que segundos antes parecía de mofa al verme mal vestido y de pronto encontrarse con que uno de sus mejores lanzamientos terminaba en la malla que divide al hombre del hombre, al hombre de sí mismo. Otra vez el movimiento..

miércoles, 23 de junio de 2010

Ruminot

No he olvidado la vez en que el flaco Ruminot, nuestro gran tercera base, fue a buscarme a casa y yo no pude ni salir a verlo porque me había intoxicado con una fuente de guindas. El día anterior habíamos quedado en eso; Ruminot pasaría por mí y luego nos subiríamos al bus con rumbo al puerto de San Antonio para enfrentar nada menos que a los japoneses. Que un juego de semejante importancia se jugara en aquel puerto destartalado y no en Santiago, para mí todavía es un misterio. Tal vez se trataba de aprovechar al máximo las ventajas de la localía; en provincia todo parece más crudo, la gente se enfervoriza con rapidez, y así las cosas los venidos del lejano Oriente podían sentir mucho más su condición de visitantes. (En esos tiempos, como hoy, Chile era el culo del mundo. Pero aún no había Internet ni tampoco televisión por cable para disimularlo, de modo que ver a un auténtico “japonés” y no a un japonés peruano que quería ser presidente, en vivo y en directo, no dejaba de constituir una novedad circense.) Por otro lado, San Antonio tenía una tradición beisbolera, si eso es posible en Chile, más desarrollada y viva que la de Santiago, y tal vez los organizadores del partido tuvieron en cuenta ese factor a la hora de elegir la sede del partido. La verdad, quién sabe, pero para qué darle más vueltas al tema: el hecho es que Chile enfrentaba a Japón en el puerto de San Antonio y yo no pude jugar debido al asunto de las guindas. Pero lo peor no fue perderme el juego, sino sentir la leve sospecha, pero sospecha al fin, de haber defraudado al flaco Ruminot. Lo admiraba. Era un tercera base refinado, pulcro, de esos que muestran una cierta displicencia impersonal hacia el juego pero que están metidos de lleno en él. Sacaba sus tiros a primera base sin ningún problema, a veces sólo uno o dos pasos antes de que el corredor pisara la base, como si el flaco le diera una pequeña chance para luego, con un tiro implacable, dejarlo fuera. Además, Ruminot volteaba regularmente a comentar alguna jugada o hacer alguna seña a los outfilders, lo cual un jardinero como yo (porque en esos tiempos yo jugaba en el jardín izquierdo, una verdadera condena) siempre agradecerá: era como si Ruminot me recordara, cinco o seis veces durante el juego, que yo también era parte de “eso”. Él y el pitcher Pepe Camus eran dos peloteros admirables. Un par de niños que parecían saberse todas las claves del béisbol sin importarles dónde ni contra quién estuvieran jugando. Gracias a ellos, fuimos campeones nacionales en 1986, cuatro años antes del juego contra Japón, en un torneo cuya sede fue precisamente San Antonio, en medio de un ambiente hostil, tardes frías de niebla invernal donde la bola sólo se ve venir de golpe, cuando ya es tarde. Quizás el flaco Ruminot quería revivir esos tiempos y estaba ilusionado con volver a San Antonio. Habíamos entrenado durante dos meses sin parar y el entrenador hasta me había ascendido al puesto de jardinero central. Ruminot, demás está decirlo, era titular indiscutido. La tarde anterior al juego, mientras caminábamos rumbo a la parada de micros, me confesó que tenía la secreta esperanza de que los japoneses se fijaran en él y se lo llevaran a Tokio. Como yo lo veía, se trataba de una esperanza nada de descabellada. Después, en la noche, debí haberme tragado un kilo de guindas (de las maravillosas guindas del verano) y luego de eso comencé a pasarlo realmente mal. Cuando en la mañana Ruminot llegó a mi casa, había vomitado tanto que no podía tenerme en pie y me tuve que resignar a quedarme en cama. Días más tarde supe por mis compañeros de equipo que los japoneses, como era previsible, nos habían dado una paliza. Cuando les pregunté cómo había jugado Ruminot —lo único que realmente me importaba—, me dijeron, como si me escupieran en la cara, que ni se me ocurriera volver a pronunciar el nombre de ese maricón. Fue entonces que el entrenador me llamó a un lado y me dijo que Ruminot, sin venir a cuento ni dar explicaciones, se había salido del campo en la tercera entrada.
“¿Cómo?”, le pregunté, convencido de haber escuchado mal.
“Así no más”, me dijo. “Simplemente el huevón se sacó al guante, saltó la línea de cal y se fue pa’ no sé dónde”. Y agregó: “Bueno, ahora él y tú están fuera del equipo.”
Nunca más volví a jugar béisbol, por lo que no sé si el flaco Ruminot regresó a los entrenamientos o se fue para otra parte. Curioso tipo, la verdad. Tal vez se marchó al Japón. O quizá sigue siendo un gran pelotero en el culo del mundo.

domingo, 6 de junio de 2010

UN SÁBADO SIN BEISBOL

Un sábado sin beisbol
es un viernes violento,
un árbol horrible de ramas desmesuradas,
una ráfaga de odio,
una pulsión sin alegría,
una dentadura de perro irregular y sangrante.