En una etapa era despertar de buenas por la víspera del cumulo de afortunados acontecimientos que ese día se producían, era mi día preferido en la semana. Luego el humor cambio por la tortura que significaba no poder permanecer en cama tanto como el cuerpo intoxicado por la efervescencia hormonal lo demandaba. Posteriormente ya con la libertad de disponer a mi gusto de este precioso momento de la semana, las mañanas de sábado servían para continuar el trabajo de restauración fisiológica pendiente desde la noche anterior, en donde los excesos me obligaban a escapar con Morfeo de los estragos de una espantosa cruda. Algún tiempo más tarde esos espacios fueron capturados por la responsabilidad de sacarle un beneficio a ese tiempo (la shamba, el inglés, etc.).
Un buen día algo dentro de mi reclamó ese espacio para utilizarlo de la misma forma en que solía hacerlo allá en la lejana infancia: ¡Jugando!.
La vida puso los ingredientes para que se cocinara ese plato dentro de un diamante. Basto decir: wey yo quiero jugar beisbol!, no sé ni madres pero ¡quiero jugar!... ¡puuus caele!, vato si no se te agüita la cachora cuando te acerquen la lumbre, hasta tú le puedes rajar su madre a los pishersillos de la liga (una voz rezongó a lo lejos... ¡oraaa!).
Hoy se cumplen ya 500 días de aquel momento y así sin más ni más, hoy por hoy las mañanas de sábado son de recoger las polainas, los spikes, el guante, la concha y todo el atuendo para salir a ejercitar la capacidad de asombro en la jornada beisbolera, y sí.. el sábado ¡es mi día favorito cabrones !.
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