lunes, 31 de octubre de 2011

La serie imaginaria

En estos días de otoño, cuando el frío nocturno hace su entrada cortante y entonces uno tiende al alcoholismo en espacios reducidos, llega la Serie Mundial. No te salvará, pero es como si te abrigara por un rato. Al final, ya lo sabes, te quedarás clavado en el campo sin entender nada, mirando la canasta vacía de tu guante como si de ella emanara la clave de todo. Las cosas se te escapan, parecen rehuirte, estás en una quietud pasmosa. Tienes que aferrarte a algo, a algo que se repita al menos por un tiempo, que al menos se pueda estirar un poco. ¿A algo así como la continuidad irrepetible de una serie? Tal vez eso es lo que le ocurre a McMurphy en Atrapado sin salida. El tipo cree tener las cosas bajo control, piensa que del manicomio se puede entrar y salir sin problemas, cuando él quiera. Pero la maldita enfermera poco a poco lo empieza a sacar realmente de quicio, y la vida, la camisa de fuerza y el electroshock ya no son una broma. Su desilusión toca fondo al enterarse de que muchos de los internos del manicomio se hallan ahí por decisión propia. Piensa: si la especie humana se encuentra en ese estado, entonces está realmente loca y no hay nada más por hacer. Pero es justo ahí cuando McMurphy despierta de su letargo pesimista (¡es otoño, maldita sea!) y exige ver la Serie Mundial. Al principio los demás reclusos no lo siguen, están demasiado ocupados en sus asuntos, a ninguno el béisbol le interesa gran cosa. Sin embargo, como sea, apenas en un rato McMurphy logra convencerlos (o contagiarlos) con su entusiasmo, y de golpe la Serie Mundial se transforma en una demanda colectiva. Pero la enfermera, que los odia a todos (y a McMurphy en primer lugar), recurre a una artimaña tan artera como antigua y prestigiosa: la democracia. Que levanten la mano quienes quieren ver béisbol: 6. Que levanten la mano quienes no quieren ver béisbol: 10; la enfermera ha triunfado y mira arrogante, sardónicamente a McMurphy. Éste se siente humillado, traicionado, frustrado, y no es para menos: a pesar de sus esfuerzos, se perderá el primer partido de la Serie Mundial. Y piensa: el primer juego sí, pero no el segundo, ¡el segundo jamás! Por eso, al día siguiente irrumpe en la sala de “terapia” (o en la sala de torturas) y vuelve a la carga. Otra vez la enfermera propone votar, aunque ahora McMurphy, que se lo tenía previsto y ha hecho campaña entre los demás internos, augura un triunfo aplastante. Pero, de forma increíble, la elección se empareja: 8 votos contra 8. Desesperado, corriendo de un lado a otro del manicomio, McMurphy busca sólo un voto más entre los chiflados más chiflados, algún loco dopado en quien se ilumine al menos por un instante el recuerdo de la grandeza del otoño y levante la mano a su favor. Pero nada. La enfermera, que se proclama ganadora nuevamente, da por concluida la discusión. Es entonces cuando tiene lugar una escena memorable: encolerizado, impotente, casi a punto de llorar, McMurphy se instala frente al televisor apagado y se larga a narrar un juego imaginario, el segundo juego de la Serie Mundial de 1983. Los locos al principio no comprenden y miran con escepticismo hacia el televisor apagado, pero paulatinamente la narración del partido imaginario los atrapa a ellos también hasta llegar al éxtasis de un home-run que McMurphy aúlla con los brazos en alto y el pelo revuelto. Ha estallado, propiamente, la locura. Todos ríen, patalean, empuñan sus manos contra el cielo inapuntable. Y la enfermera no lo olvidará jamás: a distancia ha visto con odio la escena, el gran triunfo del narrador McMurphy. Éste por un rato ha podido darle alcance a la serie, a su serie, aunque por supuesto no se le escapa el hecho de que el juego y las series siempre se acaban y él está cada vez más solo y atrapado, atrapado sin salida.

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